El Corpus Christi tuvo una muy concurrida celebración en la ciudad de
Campana, en la iglesia catedral de Santa Florentina. La festividad, "la
Fiesta Patronal de la Iglesia, junto con Pentecostés", fue presidida por
el obispo Mons. Oscar Sarlinga, con la concelebración de Mons. Edgardo
Galuppo, el P. Hugo Lovatto, el P. Lucas Martínez, el P. Oscar Moretti y
el P. Pablo Iriarte. Asistieron los diáconos permanentes Ricardo Dib,
Sergio Pandiani y Pedro Bruno, así como los seminaristas que realizan su
actividad pastoral de fin de semana en la parroquia. Numerosísimos los
niños, las familias, también los jóvenes y fieles en general. Al término
de la misa se tuvo la procesión en torno de la manzana de la iglesia
catedral, con dos capillas estacionales con reflexiones inspiradas en
Caritas in veritate y en el documento de Aparecida.
En su homilía, Mons. Oscar Sarlinga habló sobre la significación del
Corpus Christi como el Cristo Crucificado y Resuciitado, verdaderamente
presente en la Eucaristía, y del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, que
camina en la historia, una de cuyas imágenes es la marcha del pueblo de
Israel como lo narra el libro del Deuteronomio. Expresó que en nuestro
caminar, tenemos un proyecto de vida, que hemos de someter al proyecto
de Dios, y que para discernirlo la actitud ha de ser la de "soy un
servidor más del Señor, que se haga en mí, según su Palabra", a imagen
de la sumisión más perfecta, más inteligente, más santa, que ha sido la
de María, la Madre de Dios, quien respondió al pedido del Altísimo: "Yo
soy la servidora del Señor". La frase latina "ut sit", "que sea" tiene
que ser un signo de ponernos en sintonía con el proyecto de Dios sobre
nosotros, de cómo Él guía amorosamente nuestra vida, y de nuestra
fidelidad a ese proyecto divino, que tenemos que discernir desde la
oración, en la oración, en una actitud filial.
En cada acto del cristiano está presente la Resurrección. Este poder
transformador, para retomar una expresión del Santo Padre Benedicto XVI,
es como una «fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser», se trata
de la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la
muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede
suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán
el mundo. Conforme a algunas de sus ideas de fuerza, dijo también el
Obispo que la realización de la "civilización del Amor", que es uno de
los cometidos de la misión cristiana, incluye la legítima colaboración
en todo lo que significa la construcción de la sociedad civil, en
especial en lo concerniente al bien común, a la búsqueda de la justicia y
de la paz, de la cultura del trabajo y del crecimiento en las virtudes
sociales.
Estamos aquí en esta celebración -dijo- porque creemos en la «redención»
y no simplemente de «energías espirituales», puesto que hemos recibido
en lo más íntimo de nuestro ser la fuerza transformadora de la Redención
de Cristo y podemos entrar en este magnífico dinamismo en y desde la
fe, en y desde la aceptación de la Cruz Pascual. Jesús puede distribuir
su Cuerpo, porqué se entrega realmente a sí mismo. Esta primera
transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida
lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en
su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede
detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo
y la Sangre de Cristo se nos dan para que a su vez nosotros mismos
seamos transformados; este es el significado de la Fiesta del Corpus
Christi. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus
consaguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre
nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, hemos dicho, llega a
ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros,
como el Totalmente otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en
Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los
demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la
medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este
nuevo paso que la Última Cena nos indica con la diferente acepción de la
palabra «adoración» en griego y en latín. La palabra griega es
“proskynesis”.
Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra
verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad
no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo,
sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a
ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es
necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un
primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra será
posible solamente en el segundo paso que nos presenta la Última Cena. La
palabra latina adoración es ad-oratio, que etimológicamente significa
contacto boca a boca, abrazo y, por tanto, en resumen, “amor” en el
sentido más puro. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos
sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos
impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de
nuestro ser.
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