domingo, 7 de octubre de 2007

Homilía de Mons. Oscar Sarlinga en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, septiembre 2007

Homilía de monseñor Oscar Domingo Sarlinga, obispo de Zárate-Campana en la parroquia de Capilla del Señor
(Exaltación de la Cruz, 14 de septiembre de 2007)




I. ELEVACIÓN DE JESUCRISTO EN LA CRUZ

La Cruz revela la plenitud del Amor de Dios por nosotros. Reunidos hoy aquí en esta iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz, exclamamos también: ¡Fija está la Cruz mientras se mueve el mundo!. Y con esta frase meditamos sobre el misterio de Cristo, el cual nos dice en el Evangelio de hoy (3,13-17): “Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado el Hijo del Hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna”, y luego, más adelante en el mismo Evangelio de Juan, en labios de Cristo: “Cuando me eleven sobre la tierra, atraeré a Mí todas las cosas. Acota, el Evangelista: Pero esto lo decía indicando de qué muerte tenía que morir" (Jn 12, 32).

Quizá al momento de escuchar estas palabras de Jesús, nadie entendió con plenitud esta paradoja, que dice relación con lo esencial de la salvación: tal vez pensaron que Jesús sería elevado en un trono real, al cual acudirían los hombres y los pueblos para rendirle homenaje a modo humano. Pero su trono era la Cruz, en la cual el misterio de la realeza y del Amor encuentra su consumación. De hecho, en la noche en que fue traicionado, Jesús nos mandó amarnos, al punto que, inmediatamente antes de ser entregado, nos dijo: “Como yo los he amado, así ámense los unos a los otros” (Jn 13, 34). Este mandato, el fundacional, nos impulsa a llegar al corazón de cada ser humano, mendicante de Amor, porque, sí, creámoslo, nunca como hoy existió tanta sed de Amor en todos, hombres y mujeres, pobres y ricos, jóvenes en particular.

Ahora bien, sabemos que la vida cristiana causa una alegría profunda. ¿Cómo podría estar basada en la Cruz, que significó suplicio?. Sabemos que tan fuerte era el sentido de la Cruz suplicial, para los primeros cristianos que en los primeros tiempos del cristianismo no se solía representar a Cristo clavado en ella, sino con otra simbología, como por ejemplo la del pez, que representa su Cuerpo y la Iglesia.

Pero la Cruz posee una significación pascual, ése es su sentido y finalidad. Un gran teólogo de nuestro tiempo, nos lo decía así: «La vida y la pasión de Cristo reciben su justificación a partir de la Pascua, y la misión de la Iglesia de anunciar esta universal justificación de Dios en el mundo con el acontecimiento pascual, sigue siendo una misión de alegría», no obstante el drama del sufrimiento.

Y lo que se dice de la Cruz se dice de la Iglesia. Por eso mismo, “La Iglesia está fundada, enviada, mandada, a partir de la Pascua”; ella también está fundada en el dolor de Cristo, en su trono cruciforme y en su elevación a través del sufrimiento y la muerte, causa estos últimos de la intensa luz que surge de la buena noticia de la Resurrección.

Obediente hasta la muerte, Jesucristo da el gran «sí» filial, que se convierte en ejemplo y causa, a la vez, de la actitud del corazón cristiano ante la alegría y la Cruz: «El sí al sufrimiento y a la noche tiene su última justificación en la cristología: en un sí del Hijo a la voluntad del Padre que ha podido ser pronunciado sólo en la alegría y no en el lamento». De tal modo se desvela la dimensión que el misterio del sufrimiento posee dentro de la misma Trinidad, pues el «sí» del Hijo está sostenido por el corazón del Padre amoroso.

De tal manera, el instrumento de suplicio, por la obediencia de Cristo al Padre del Cielo, se hizo salvación. Así nos dice San Pablo: "Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz" (Gal. 6, 8), al punto que recordar el mandato del Señor es necesario para su seguimiento: "tome cada uno su cruz, y sígame". No pensemos necesariamente en una Cruz «extra-ordinaria», enormemente fuera de lo común y diario. La Cruz puede pasar por la aceptación de lo común, de lo sufrido en cada día, ella está «hecha con la madera misma de nuestro mismo ser», si nos fijamos, la llevamos de todas maneras sobre nosotros, y si profundizamos en ella, veremos cuánto mejor es aceptarla y procurar salir adelante, en lugar de odiarla. Al mismo tiempo, la Cruz nunca significa pasivo sometimiento, y mucho menos masoquismo, sino aceptación y lucha, pacífica pugna por la Verdad, el Amor, la Justicia, la Paz, el Gozo en el Espíritu.

II. LA CRUZ PASCUAL

La Cruz de Cristo es pascual, hemos dicho. Sólo a la luz del misterio pascual podemos intuir la originalidad y profundidad de la alegría cristiana, la que nadie nos podrá quitar, porque constituye la esencia del Evangelio: “El mensaje cristiano es alegría” afirmaba decididamente H. U. von Balthasar, el cual reflexiona también, a partir de los datos bíblicos, que «El acontecimiento cristiano comienza con la encarnación anunciada como la “gran alegría” (Lc 2, 10) [...] El acontecimiento desemboca en la gran alegría y maravilla de la resurrección (Lc 24, 41) y del retorno al Padre (Lc 24, 55)».

De aquí que sea el mensaje de las bienaventuranzas el que mejor ejemplifica al cristianismo, paradoja, sí, entre Cruz y Gloria. «Elementos universalmente humanos se encuentran así insertos y recuperados en los macarismos (…) ninguna alegría profunda sin sacrificio de las felicidades superficiales; no sólo en el plano individual, sino también social: cada uno puede renunciar a sí mismo con alegría por el bien común (…)».

III. REALIZAR EN LA CRUZ PASCUAL LA PLENITUD DEL AMOR

Mientras llevamos la cruz invisible, alrededor florecen las cruces en forma simbólica (casi nunca tan extendidas como el mundo de hoy). ¡Parece extraño!, porque los signos y emblemas suelen ser manifestativos de gloria, o atributos de trabajo, competencias o agradables símbolos convencionales. Sin embargo, el símbolo de Cristo es de muerte vil, la que se daba a los malhechores, y de toda su misión en la tierra eso, la Cruz, es lo que mejor lo representa, la clave rápida para no olvidar y reconocer, justamente, la mayor humillación, que Él aceptó vaciándose a Sí mismo de su Alteza.

En este sentido nos hablaba Juan Pablo II: “El amor de Dios por nosotros, iniciado con la creación se hizo visible en el misterio de la Cruz, en aquella «kénosis» de Dios, en ese vaciamiento y humillante abajamiento del Hijo de Dios que sentimos proclamar por el apóstol Pablo en el magnífico himno a Cristo de la Carta a los Filipenses. Sí, la Cruz revela la plenitud del amor de Dios por nosotros. Un amor crucificado, que no se detiene en el escándalo del Viernes Santo, pero que culmina en la alegría de la Resurrección y Ascensión al cielo y en el don del Espíritu Santo (…)” .

La Cruz, en efecto, revela la plenitud del Amor de Dios. Así nos lo expresaba el Santo Padre Benedicto XVI en su Mensaje de Cuaresma:

“Es en el misterio de la Cruz donde se revela plenamente la potencia incontenible de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su creatura, Él ha aceptado de pagar un precio altísimo: la sangre de su Unigénito Hijo. La muerte, que por el primer Adán era signo extremo de soledad y de impotencia, se ha transformado así en el supremo acto de amor y de libertad del nuevo Adán. Bien se puede afirmar, con San Máximo el Confesor, que Cristo “murió, si así se puede decir, divinamente, puesto que murió libremente…”.

Jesús murió libremente porque Él es el Amor crucificado; el único que da sentido y fuerza a nuestro amor, búsqueda eterna del ser humano, según palabras del mencionado Papa Juan Pablo II en «Redemptor hominis»: “El ser humano no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa de él plenamente”.

No privemos nuestra vida de sentido; démosle el sentido más vital, alegre, feliz, eterno, salvador, esto es, la Cruz Pascual. Acudamos, queridos hermanos y hermanas, a ponerle el hombro a la Cruz de Jesús, para caminar con él y con los hermanos, para construir, partiendo de su Gracia, la Justicia y la Paz, el Gozo en el Espíritu Santo, para ser constructores de la «Civilización del Amor». Ésta no es una utopía irrealizable; es realizable en nuestras vidas si nos convertimos cada día y nos unimos más a Él.

La Virgen Madre de Dios y Madre de la Iglesia, en su advocación de Nuestra Señora de los Dolores, que estuvo junto a la Cruz de su Hijo, nos acompañe y guíe siempre, especialmente en los momentos de oscuridad.

Amén.

Mons. Oscar D. Sarlinga, obispo de Zárate-Campana

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